28.8.09

albada

Y luego, a medianoche, mientras descendíamos
al valle llameante de Gijón,
a sus negros y carmesíes…


Seamus Heaney

Cruzo entre naves industriales
y en el coche suena un canto hindú,
una plegaria, dijo el locutor,
Plegaria del amor universal,
el hilo de la voz abriendo el aire
en un ir y venir que se ensortija.

Ocho de la mañana,
una penumbra pálida
flota sobre las torres, los rieles, los talleres,
el ojo que vislumbra y discrimina,
la mano que conduce entre el cansancio universal
y ha olvidado escribir lo que no sabe.
Amanece despacio y con rencor,
a la espera de un tiempo de certezas,
el horario y su collar de nichos.
De nuevo el parpadeo de unos faros
me acompaña camino del trabajo,
hacia la negación que me alimenta.
Todo esto ya ha ocurrido, o volverá a ocurrir,
la noria gira al paso de una sombra
y esa sombra soy yo, tiene mi nombre,
me esconde o me suplanta:
la conozco en que sólo conoce lo inmediato,
lo que puede decirse o está dicho,
lo que prende a este lado de las cosas.

La mañana confirma otras mañanas,
reiterada y tenaz gira la noria
meciendo cada glóbulo de sangre,
los humores más nimios,
pero ya sin aviso el aire, como un genio solícito,
descuelga ante mis ojos
un cabo de plegaria, la cuerda de su canto
para que yo la atrape, me eleve sobre el día,
presida la extensión desangelada
que tampoco la distancia redime.
Es acaso una liana pendiente de las nubes,
la costura visible de este mundo
que desaprueba nuestro afán
y busca cómplices entre los desafectos:
mi golpe de muñeca
parece contentarla.

Canto sinuoso, monocorde,
que me lleva en volandas sobre la tierra,
apenas creo en él pero lo acepto,
acepto la verdad de su acontecer simple,
el pulso que me abstrae del presente
y sabe despertarme a lo que ignoro,
ese tiempo sin tiempo que las cosas esconden
con un celo de ramas que se apartan,
la médula de un mundo bien plantado
que ausculta mi presencia y me abre paso.